Nueva York 7 de enero de 1926, 5,30h am.
El pasillo del metro estaba oscuro, apenas iluminado por una doble fila de luces de techo cubiertas de polvo. Una señora bastante joven, envarada en un gabán verde, cuello en imitación de piel marrón oscuro y sombrero amarillo hundido hasta el cuello, añade delicadamente azúcar y leche al café preparado por un gran autómata. Luego se dirige lentamente hacia una mesa y se sienta de espaldas a la ventana. Con una mano sin guante levanta cuidadosamente la taza caliente para llevarla a sus labios. Está cuidadosamente maquillada, los pómulos y los labios bien rojos, su vestido bajo el abrigo generosamente escotado. Está sola, el bar está vacío.
Cada pocos minutos levanta los ojos hacia la puerta que no se abre, luego se vuelve hacia el pasillo siempre vacío. Mira el reloj colgado sobre el bar. Ya son las seis. Dos agentes de policía, empujan la puerta, saludan al hombre detrás del bar que muestra que los conoce bien, se dirigen hacia la cafetera y se sirven también una gran taza ardiente, charlan unos instantes con el gerente, echan un vistazo a la joven y salen sin decir una palabra más. El gerente viene a recoger la taza vacía de la cliente:
— ¿Quiere algo más?
— Espero a alguien —responde con una voz ronca.
El mundo comienza a llegar, el bar se llena pronto, se hace fila delante del autómata. Algunos piden en el bar, un pastel, huevos, té, o una limonada.
Un hombre más joven entra, lleva un canotier, la joven lo observa, luego gira la cabeza con tristeza. Se acerca y pregunta a la joven si se puede sentar con ella en la mesa. Aunque parece un poco ebrio, ella no se atreve a negarse.
— Un Borbón por favor, —pido al gerente, —y usted señorita ¿desea beber algo?, la invito.
El gerente se acerca e indica la puerta al maleducado diciéndole que se equivoca de lugar. La joven se levanta y se pone en fila para la cafetera, los clientes la dejan pasar. Ella agradece sirviéndose otra taza, y en el bar pide un panqueque y vuelve a sentarse. El gerente le lleva el panqueque, instala el cubierto y le pregunta si no quiere nada más. Ella le mira sin decir palabra y niega furiosamente con la cabeza.
Las parejas, e incluso las mujeres solas llegan en este momento, cerca de las ocho. La mayor parte son sin duda empleados que se dirigen a su trabajo. Algunos incluso llevaban el Gibus y su atuendo muestra un nivel superior. Con quevedo en la nariz, muchos leen el periódico que un chico vende en la puerta del bar. Toda la ciudad de Nueva York apresurada por los negocios parece estar tomando el metro.
Por supuesto, acepta personas en su mesa. Pero no come. Su mirada permanece fija en la puerta. La persona que debía reunirse con ella aún no ha llegado. La hora avanza. Poco a poco el número de personas disminuye, y vuelve a encontrarse sola. El café delante de ella está frío. Tiene un pañuelo en la mano y sigue mirando el reloj.
Alrededor de las diez el gerente vuelve a la mesa.
– No ha tocado nada, – vuelve a preguntar.
Ella abrió su bolso, pagó y con los ojos llenos de lágrimas se marcha corriendo.